Travesía por la ruta 3

Travesía por la ruta 3

Por Graciela Cutuli

La Ruta 3 es el eje vertical de la Patagonia, sobre su lado atlántico. Seguir su extenso trazado a lo largo de la provincia de Santa Cruz es una auténtica “invitación al viaje”, una zambullida en el mundo de desierto y naturaleza que fascinó a Darwin. 

Domingo, 5 de Octubre de 2008

Alcanzan los dedos de la mano para contar las más emblemáticas rutas argentinas: la Ruta 2, que ha llevado a millones de personas a sus primeras vacaciones en la costa; las rutas 12 y 14, que encierran el brazo del mapa levantado hacia el nordeste; la 40, verdadera columna vertebral a lo largo de la cordillera; y la Ruta 3, que pone su número cero en el Congreso y concluye miles de kilómetros más al sur, al borde de las aguas de la bahía Lapataia.

En la provincia de Santa Cruz, su último tramo continental, la Ruta 3 es el eje vial que une Caleta Olivia con Río Gallegos, casi siempre siguiendo la línea de la costa, aunque a veces se aleja del mar para seguir un trazado rectilíneo, como apurada en acelerar una travesía tan larga como mítica por sus distancias, paisajes e historia. Pero, más allá de las frías líneas de los mapas, en Santa Cruz la Ruta 3 es la puerta entreabierta hacia una aventura increíble donde se unen la naturaleza, la fauna y la prehistoria geológica.

EN TIERRAS DESOLADAS, UN PUERTO DESEADO

Pocos lugares pueden enorgullecerse de tanto linaje como Puerto Deseado, cuya ría de aguas turquesas fue surcada por los barcos de Magallanes y los científicos de la expedición de Darwin. La ciudad es pequeña, una clásica ciudad patagónica que mira hacia el océano y se protege de los vientos, pero tiene un lugar de privilegio por su extraordinario despliegue de fauna y la fascinación de sus paisajes distantes, modelados por el viento y los volcanes. En verdad, para llegar hay que desviarse de la Ruta 3 y tomar unos 130 kilómetros hacia el sudeste por la RN 281, pero es un punto insoslayable del itinerario y uno de los sitios más fotogénicos de la Patagonia austral.

En 1834, estas regiones desoladas atrajeron la atención de Charles Darwin, durante su recorrida por Sudamérica: en su travesía por esta parte de la costa patagónica, el científico y su expedición llegaron hasta el paraje donde se divisa el fin de la ría y el comienzo del río Deseado, dos hitos señalados en el relieve por grandes hondonadas erizadas de rocas volcánicas, donde las curvas del río parecen finamente dibujadas por una mano de artista. “No creo haber visto jamás un lugar que parezca más aislado del mundo que esta grieta entre las rocas en medio de la inmensa llanura”, escribió Darwin en su relato del viaje, y así dio comienzo al mito.

Estos miradores son uno de los grandes atractivos para los turistas extranjeros que llegan a la Patagonia siguiendo las huellas del científico británico: recuerdan los guías locales que hace cuatro años, cuando el gigantesco crucero “Discovery” ancló por primera vez en Puerto Deseado, los miradores fueron una de las excursiones favoritas de los viajeros, casi todos norteamericanos, que hasta recibieron un certificado conmemorando su paso por el lugar.

EL RIO DE AGUA MARINA

Puerto Deseado está a orillas de un fenómeno prácticamente único en Sudamérica: la ría Deseado, que se formó cuando el río del mismo nombre cambió su vertiente hacia el Pacífico, abandonó su lecho y este cauce fue invadido por el mar. El mapa, entonces, lo muestra con la silueta de un río, pero el agua y la vida que fluye a su alrededor revelan que se trata de agua marina. Hoy, la ciudad tiene la gran ventaja de ser uno de los pocos lugares de la Patagonia donde el avistaje de fauna no requiere recorrer grandes distancias: aquí basta subirse a las lanchas que recorren la ría Deseado para tener la posibilidad, en no más de dos horas, de avistar pingüinos de Magallanes, cuatro especies de cormoranes –gris, imperial, roquero y de cuello negro–, lobos marinos de un pelo, palomas antárticas, ostreros y, con un poco de suerte, toninas overas. La gran estrella es el pingüino de penacho amarillo, que habita en la Isla Pingüino, a unos 20 kilómetros de la costa: pero mientras sus primos de Magallanes ya llegaron y están en plena preparación de sus nidos, a ellos se los espera recién para mediados de octubre. A diferencia de lo que ocurre en otras reservas naturales más sometidas a la presión turística, aquí todavía es posible bajarse a tomar sol en una isla minúscula habitada sólo por pingüinos, sin cercos, ni gente, como si fuera la primera visita a un mundo aún en estado virgen. Al terminar la navegación, concentrada en seis puntos principales –la desembocadura de la ría, la pingüinera de la Isla Chaffers, la barranca de cormoranes de la Isla Elena, la lobería de Isla Larga, el Cañadón Torcido y la Isla de los Pájaros–, se regresa al puerto, justo enfrente de Puerto Deseado, donde una solitaria boya roja indica el lugar exacto donde yacen, allá en el fondo, los restos de la corbeta “Swift”, hundida en un naufragio a fines del siglo XVIII.

EL ASOMBROSO BOSQUE PETRIFICADO

Para seguir hacia el sur por la Ruta 3, primero hay que regresar hasta Fitz Roy, aquel pueblito del film Historias mínimas donde el viejito capaz de mover las orejas emprendía su solitaria travesía en busca del Malacara, el perro que había sido la voz de su conciencia. Fitz Roy se encuentra a su vez a pocos kilómetros de Jaramillo, uno de los epicentros de las huelgas de 1921 que se evocan en La Patagonia rebelde, y es también el punto de partida hacia uno de los sitios más asombrosos que puede deparar esta región: el Monumento Natural Bosque Petrificado. El trayecto lleva unos 150 kilómetros desde Puerto Deseado, y desde Jaramillo unos 140 kilómetros más, con un último tramo de ripio: una auténtica odisea hacia el corazón mismo de la meseta patagónica, cuya silueta elevada y plana se divisa en el horizonte exactamente como si hubiera sido dibujada para ejemplificarla en un manual infantil.

Ni hay que decir que antes de emprender la travesía, como a lo largo de toda la porción santacruceña de la Ruta 3, hay que asegurarse de llevar combustible, agua y provisiones suficientes: en todo este tramo sólo una pequeña proveeduría, poco antes de ingresar al bosque, puede auxiliar al viajero en apuros. Por lo demás, la única compañía es el paisaje, solitario e infinito, como si nada quisiera interponerse en la amistad de la estepa y el viento.

La recorrida de los senderos habilitados en el bosque petrificado lleva alrededor de dos horas: se puede optar entre un recorrido corto de 620 metros, o uno más largo de unos 2 mil metros, que sólo se pueden transitar siguiendo los pasos de los guías y observando estrictas reglas de conservación. La superficie total del área protegida, de unas 50 mil hectáreas, alberga muchas más maravillas de las que están a la vista: pero con lo que se ve alcanza y sobra para asombrarse.

La zona del bosque es un gran bajo, que hace unos 150 millones de años quedó cubierto por las cenizas de las erupciones volcánicas. Por entonces, la temperatura promedio rondaba los 60 grados, y los troncos que formaban el bosque alcanzaban entre 100 y 130 metros de altura, con diámetros de hasta dos y tres metros; hoy son los troncos petrificados más grandes del mundo. Asombra verlos a la distancia, como colosos tendidos en el suelo, congelados en el tiempo y partidos lentamente por los efectos de la erosión y la meteorización. Pero el tiempo no impide que se vean –como si hubieran estado vivos hasta ayer– los detalles de la corteza, los nudos, los anillos que indican la edad de estas antiquísimas coníferas, probablemente parientes de las araucarias que pueblan la cordillera. El tronco más largo de los que se conservan –y bastante quedó, pese a la depredación feroz que sufrió el bosque antes de ser declarado Monumento Natural– tiene unos 35 metros de largo y está en parte cristalizado, gracias al mismo proceso que forma piedras semipreciosas como el ópalo. Lo que aún no se ve, salvo esporádicamente y aún enterrados, son los numerosos troncos parados que hay en el bosque, que podrán apreciarse probablemente a partir del año próximo, gracias a la apertura de un nuevo sendero.

LAS PLAYAS DE SAN JULIÁN

El siguiente punto de este viaje por el corazón de la tierra santacruceña esPuerto San Julián. Una vez más hay que tomar la Ruta 3, eje del viaje, en Jaramillo/Fitz Roy y con rumbo sur: son 255 kilómetros, decenas de ellos de rectas interminables, como si la ruta fuera una larga cinta gris desplegada en un paisaje apenas matizado por las sempiternas matas de coirón. Basta llegar por el circuito costero para enamorarse de las playas de San Julián, esas típicas playas patagónicas con acantilados formados por la acumulación lenta pero constante de fósiles y sedimentos marinos, a lo largo de 60 millones de años. La Mina, Los Caracoles, Cabo Curioso: cada una de las playas de la bahía San Julián rivaliza en el azul de las aguas, el rosado de los caracoles, el blanco de la espuma. Por momentos, gracias a un sol que brilla con intensidad y el viento que amaina hasta transformarse apenas en una brisa suave, el paisaje parece mediterráneo.

Tal vez esta ilusión haya engañado también a los hombres de la expedición de Hernando de Magallanes, que en su épico intento de circunnavegar el globo llegaron a las costas de San Julián el 31 de marzo de 1520. Allí celebraron la primera misa en territorio argentino, y poco después se dividieron en un violento motín que costó varias vidas y destierros. Magallanes saldría airoso: aún estaba por descubrir el estrecho que lleva su nombre, entre el último extremo de la Argentina continental y Tierra del Fuego, antes de morir en las Molucas, tras haber cumplido el sueño de Cristóbal Colón de llegar a las Indias navegando hacia el oeste. La reconstrucción de su aventura se puede escuchar en la “Nao Victoria”, réplica a escala idéntica de la nave capitana de Magallanes, anclada en la orilla del centro de San Julián: un espectáculo de luz y sonido, ayudado por las figuras de los principales personajes de la expedición, invita a embarcarse en un viaje en el tiempo que permite comprender en su cabal dimensión la hazaña del navegante portugués.

Además de su historia –la antigua y la reciente, porque Puerto San Julián fue clave en la Guerra de Malvinas (además, varias locaciones fueron utilizadas en las recreaciones cinematográficas del conflicto)–, esta bahía espléndida también es un santuario de fauna marina. Una navegación por las aguas de la bahía, las playas y los parajes del circuito costero, que forman un área protegida, abre los ojos hacia la riqueza de la fauna: como en Puerto Deseado, se ven islas de pingüinos Magallanes, cormoranes, palomas antárticas, ostreros de flamígero pico rojo y lobos marinos. Pero la gran estrella, la que nunca falta a la cita, es la tonina overa: este “delfín del fin del mundo”, de color blanco y negro, es la figura más buscada por los fotógrafos y visitantes que navegan las aguas de San Julián. Juguetona, pasa raudamente de un lado a otro de la embarcación, y a veces la sigue a proa o a popa saltando con la agilidad de una bailarina: a partir de septiembre y hasta marzo se las ve con frecuencia, a veces muy cerca de la ciudad o desde el paseo costero, otras veces más cerca de las pingüineras y apostaderos de lobos. Durante un paseo, siempre habrá ocasión de verla y llevarse el recuerdo de su alegría y su silueta bicolor emergiendo de las azules aguas de la bahía.

PUNTA DE RIEL

Después de San Julián, la Ruta 3 pone rumbo nuevamente hacia el sur, para terminar el viaje y agotar la ruta costera de la Argentina continental. Es el último tramo, la última exploración de la estepa, con una escala en Comandante Luis Piedrabuena para conocer la casa histórica del marino que recorrió milla a milla las costas e islas de la Patagonia, defendiendo la soberanía y auxiliando a los numerosos náufragos que se cobraban los mares embravecidos. Finalmente, sólo quedan por recorrer los 230 kilómetros que separan Piedrabuena de Río Gallegos, y mirar hacia el norte para evocar los 720 kilómetros que quedaron atrás, desde el comienzo de este largo itinerario en la ya lejana Puerto Deseado. Es el momento, al cerrar las valijas y volver a mirar las últimas fotos, de evocar las palabras de Shelley, que también evoca Darwin en su diario de viaje: “Nadie puede decirlo... todo ahora parece eterno / el desierto tiene una lengua misteriosa / que sugiere terribles dudas”.

 

Fuente de http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/turismo/9-1384-2008-10-09.html  

 

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